miércoles, 4 de octubre de 2017

Tres fábulas de W. S. Merwin

Presentación y versiones de Agustín Abreu Cornelio

William Stanley Merwin (Nueva York, 1927) es uno de los poetas más relevantes de la literatura estadunidense actual. Su poesía no escapa de una ética coincidente con movimientos pacifistas y ecologistas, en los cuales se involucró desde la década de 1960, pero no se convierte en poesía de propaganda gracias a la sutileza de su tratamiento. El claro entusiasmo por la grandeza de Estados Unidos —un vínculo estético y ético con Walt Whitman— no está exento de una severa crítica al imperialismo que, a su entender, atenta contra los valores fundadores de su nación. Se trata de una obra que coloca al lector frente a la alienación del individuo —respecto de su entorno, respecto de sus productos— y frente al empoderamiento económico y cultural. No es de extrañar que la culpa sea el sentimiento que dé continuidad a los textos aquí presentados. Si bien Merwin aclaró que el volumen donde fueron publicados —Los pálidos hijos del minero (The Miner’s Pale Children) de 1970— era un “libro de prosa” y más tarde lo integró al Libro de fábulas (2007), la crítica no ha dudado de su valor poético asentado en la exhibición de las profundas contradicciones del hombre actual.

Tomada de http://www.achievement.org/achiever/w-s-merwin/

Nuestro celador

Nuestro celador tiene el hábito de colocar ratoneras en las celdas de los condenados durante su última noche. La nuestra es una cárcel bien atendida; los ratones son raros y no muchos se desvían hacia las celdas ocupadas. El celador observa los prisioneros.
Sorpresivamente pocos, él dice, permanecen por completo indiferentes a la presencia de la ratonera durante toda la noche. Una mayor cantidad quedan absortos ante ella y sentados y mirándola, sin importar que ella ocupe sus pensamientos o no. Un porcentaje que él ha registrado desarma la ratonera, desde un principio o tras un periodo de variable duración. Él tiene otras estadísticas para aquellos que destrozan deliberadamente la trampa, aquellos que la mueven (presumiblemente a un sitio más favorable), aquellos que hacen una marca en la pared si un ratón cae en la trampa y aquellos que hacen una marca si ninguno cae, sea para anotar un hecho o para legar, como un triunfo mínimo, una mentira.
Mes tras mes, año tras año, él los mira. Y nosotros lo miramos. Y entre nosotros.

El zapato de Dachau[1]

Mi primo Gene (en realidad sólo es un primo segundo) tiene un zapato que recogió en Dachau. Es un zapato muy gastado. No era un zapato de gran calidad, explicó él. La suela está agrietada a todo lo largo y se desprendió de la parte superior por ambos lados, y esa parte se rajó hacia la punta del pie. No tiene agujeta ni tacón.
Explicó que no lo robó porque hubiese debido ser de algún judío que habría muerto. Explicó que deseaba alguna cosilla. Explicó que los rusos hacían botín de todo. Ellos lo tomaban todo. Explicó que, para empezar, no era de gran calidad. Explicó que los guardias o los kapos[2] se lo habrían llevado de haber tenido algún valor. Explicó que había tenido suerte de obtener algo. Explicó que no estaba mal porque los alemanes habían sido derrotados. Explicó que todos habían tomado algo. Varios de los muchachos querían banderas o dagas o medallas, pero ese tipo de cosas no lo atraían mucho. Él lo puso por un tiempo sobre la repisa de la chimenea, pero explicó que no era un trofeo.
Explicó que no tenía sentido ser vengativo. Explicó que él no lo era. Nadie es perfecto. De hecho, compartimos un abuelo alemán. Pero explicó que esa era la razón por la que debíamos pelear en esa guerra. Lo que ocurrió en Dachau fue un crimen que no puede volver a pasar. Pero explicó que, en realidad, no podíamos hacer nada por detenerlo mientras la guerra continuaba porque, primero, debíamos ganar la guerra. Explicó que no siempre podemos hacer lo que nos hubiera gustado hacer. Explicó que los rusos también mataron a muchos judíos. Después de un par de años puso el zapato en un cajón. Explicó que el polvo se había acumulado en él.
Ahora lo tiene en el sótano, en una caja. Explica que la calefacción central lo agrieta más. Él se lo mostrará cuando sea, si se lo pide. Él explica cómo luce. Explica lo difícil que es tenerlo allí, incluso para él. Explica cómo llovía y que no quedaban muchas cosas cuando él llegó allí. Explica cómo no había nada de valor y que uno no quiere ser visto tomando algo de eso, aunque lo hubiese. Explica cómo apestaba todo allí dentro. Explica cómo estaba entre el lodo, probablemente donde lo habían dejado. Explica que él debía conservarlo. Una cosa como esa.
De verdad, debe ir y verlo. Él se lo mostrará. Sólo tiene que pedirlo. No es que sea un zapato realmente interesante cuando uno lo ve, pero se aprende mucho de las explicaciones.

Modesto inicio

Cuando hubo aprendido matar a su hermano con una roca, él aprendió cómo una roca da pie a una escalera. Por ambos secretos, él estaba agradecido con la roca.
Él reflexionó más profundamente sobre la roca: había estado siempre allí, guardando en secreto lo que podía hacer. Nunca había dado pista alguna de lo que ahora había realizado. Ahora estaba escondiendo todos sus otros secretos. Él cayó de rodillas frente a ella y la tocó con su frente, sus ojos, su nariz, sus labios, su lengua, sus oídos.
Pensó que la roca lo había creado a él. Eso pensó.





[1] Dachau es una pequeña ciudad al sur de Alemania cerca de la cual los Nazis establecieron uno de los campos de concentración más recordados hoy en día. El campo fue liberado por el ejército estadunidense en abril de 1945.
[2] En los campos de concentración, los kapos eran judíos que adquirían ciertas prerrogativas por colaborar con los alemanes en la organización de las actividades que realizaban los prisioneros.

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